Una cultura del encuentro que trascienda el asistencialismo

Fernando Anderlic

Vivimos en una sociedad en la que los márgenes se han vuelto cotidianos. La desigualdad no solo duele por su crudeza material, sino por la indiferencia con que muchas veces la observamos. Desde nuestra misión en Fe y Alegría Argentina, debemos hacer una pregunta incómoda pero necesaria: ¿Nos acercamos al mundo pobre desde la verdadera misericordia cristiana o desde el deseo de calmar nuestras propias conciencias? ¿Es el otro un sujeto de derechos o un objeto de ayuda? ¿Nos dejamos transformar por su mirada o seguimos atrapados en la lógica del que “ayuda” desde arriba?
La opción preferencial evangélica por los pobres no es una elección ideológica ni un gesto de generosidad. Es una decisión radical de encuentro. No se trata de asistir sino de “caminar junto a”, reconociendo que la dignidad se construye con oportunidades reales. Esta es la diferencia entre una ayuda, que es muchas veces necesaria pero no suficiente, y una solidaridad que dignifica. No alcanza con mirar lo que yo creo que el otro necesita. Eso solo refuerza desigualdades y relaciones verticales. El Paradigma Pedagógico Ignaciano nos invita a partir de la experiencia del otro, a comprender su contexto, a reflexionar desde allí y luego actuar con responsabilidad y discernimiento. Por eso, es esencial “sentarse a la misma mesa” y construir juntos: salir del “yo” para escuchar “al otro” y conocer sus sueños, respetar sus tiempos, valorar sus saberes y posibilidades concretas. Y al momento de tomar decisiones (como institución, como educadores, como ciudadanos) dejar de lado lo que me conviene a mí para abrirnos a elegir lo que realmente necesita el otro. Eso es formar personas para los demás.
Debemos animarnos y pasar del asistencialismo a la reciprocidad transformadora. Ese asistencialismo, aunque bien intencionado, puede generar relaciones desequilibradas y hasta dependientes. En cambio, enfoques como el “aprendizaje (en el) servicio” bien concebidos generan vínculos donde todos aprendemos, todos damos y todos recibimos. Investigaciones muestran cómo este tipo de experiencias permiten superar el activismo superficial, para dar paso a una pedagogía del encuentro, del compromiso profundo y del aprendizaje significativo que transforma comunidades enteras. La cultura del encuentro implica un ejercicio continuo de apertura y humildad. No basta con ver; hay que dejarse conmover y actuar. Es decir, no alcanza con comprender la pobreza como un dato estructural; hay que escuchar con el corazón, dejarse tocar, y actuar desde una compasión activa. No se trata de imponer soluciones sino de caminar al ritmo del otro.
Frente a un mundo que descarta al que no produce, al que no encaja, urge cambiar la mirada. El pobre no es una carga; es una oportunidad para redescubrir la humanidad común. Desde la espiritualidad ignaciana, esto implica mirar al otro, como otro yo; y dejarnos interpelar por sus búsquedas, sus luchas, su sabiduría. Solo así se construye una comunidad plural en la que nadie sea descartado. Como obra de la Compañía de Jesús, queremos propiciar una fraternidad que se aprende y se decide. No hay verdadera transformación sin decisiones concretas. Decisiones que nazcan del discernimiento, de la escucha, del encuentro. En Fe y Alegría creemos que no se trata solo de educar, sino de educarnos mutuamente. De abrir nuestras instituciones, nuestros proyectos y nuestros corazones a una pedagogía que no enseñe desde el saber sino desde la complicidad humana del camino compartido. Fraternidad no puede ser un lema o proclama sin substancia: es una práctica cotidiana que empieza con una idea compartida, con una decisión que no se basa en lo que yo veo, sino en lo que, con el otro y desde el otro, soñamos y esperamos.

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