Entonces fue cuando zarpó una embarcación a motor fuera de borda que llevó a Pedro Martínez, primer educomunicador que llevó el proyecto educativo a los caños del Delta. Lo hizo en cola, luego lo haría en un bote que fue donado por la antigua Pdvsa.
En medio de la pobreza y el abandono de los caseríos indígenas, la educación liberadora de Fe y Alegría es una esperanza, una luz al final de un caño oscuro, con fuertes olas y una llovizna que parece no escampar.
Ocho comunidades waraos son atendidas por Fe y Alegría en la selva deltaica. Poder llegar allá supone unas ocho horas de viaje por río desde Tucupita. Todos aprenden a leer y a escribir primero en su idioma materno: el warao, pero no se cierran a otras culturas, el castellano está presente en otros niveles.
Es tal la carencia educativa académica, que quien más ha estudiado posee un nivel de tercer grado. Pero ellos se han sumado a enseñar a sus propios hermanos waraos.
El mejor premio para Fe y Alegría ha sido el de poder ver la sonrisa de niños, jóvenes y adultos mayores una vez que leen y escriben las primeras palabras. No hay emoción que se compare con la de alguien que ahora puede ver el mundo desde otra perspectiva. Son como ciegos tocados por la mano milagrosa de Dios y ahora miran la luz del horizonte.
Pero nada ha sido fácil. Conforme recrudeció la crisis venezolana, los viajes se hicieron menos frecuentes, más indígenas huyeron mayoritariamente a Brasil y hay otros de los que no se sabe nada.
Fe y Alegría Delta ahora gestiona todos los mecanismos de financiamiento para regresar a los caños y seguir cumpliendo su trabajo humano cristiano entre los aborígenes, continuar llevando el milagro de la vida, ese que permite que cientos de waraos puedan leer y escribir.